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LUCÍA

Comenzaba la segunda semana de clases y el primer examen  asomaba a la ventana de las ganas de ser abogada.
Se levantó temprano esa mañana. Lavó el cabello rubio con tanto mimo, como si se tratara de la piel de un bebé. Consultaba el reloj, no quería llegar tarde a su primer examen. Se  decidió por una ropa cómoda y salió de la casa dejando huellas de su perfume y el beso de la madre flotando en el aire.
Llegó  a la parada del colectivo  de la esquina de la calle donde vivía,  sacó del  maletín los apuntes y comenzó a leer con tanto fervor que por poco pierde el autobús. En el camino  volvió  a repasar el examen que sabía de memoria y tanta obstinación hizo que se pasara unas paradas. Al bajar del colectivo consultó el reloj y por suerte era temprano; lo cual la animó a deshacer andando los metros que se había pasado.
Una mañana soleada de fines de abril acariciaba la sensual figura de Lucía. Ella, pisaba las crujientes hojas que cubrían el suelo de Buenos Aires y se detenía en cada sonido que producía su andar.  Sus ojos claros se teñían de ocres, verdes, marrones y amarillos. De pronto, se vio entre dos hombres que salieron de la nada en medio del  parque. Una estela espesa rodeo su cuerpo y  una luz se aproximó a esas pupilas llenas de vida, dejando la oscuridad como referencia.

Algo interrumpía la visión de Lucía al mundo. Las manos sujetas tras la espalda se enfriaban cada vez más, le dolían los hombros y los brazos entumecidos tiraban por querer desatar el nudo que cortaba la circulación. Los pies atados por los tobillos dormían el sentido de sus piernas,  provocándole un cosquilleo que llegaba hasta las caderas. Algo tenía en la boca que le incomodaba, que enmudecía su voz, que le impedía tragar  saliva haciendo que la garganta se secara. Se quedó dormida aspirando ese aire pesado,  viciado de suciedad y humedad.
El crujido de la puerta al  abrirse  hizo que se despertara,  se encontraba  mareada  y un eco  alertó su sexto sentido. Descubrió que dos personas se acercaban a ella. Supo por la voz que uno era hombre y sólo hizo una pregunta que Lucía tal vez por  inocencia o ignorancia no supo contestar. La furia se apoderó de él  y lanzó  una cachetada  contra la cara de Lucía. Ella se quedó a la espera de otra bofetada, con el rostro compungido, pero  otra voz  más aguda y firme; interrumpió la posible paliza.
-Déjala, el jefe la quiere viva-.   
Al rato unos pasos seguros en su andar se aproximaron al recinto y al entrar dijo una voz seca:
-¡Esta no es, inútiles! Mátenla-.

La puerta se cerró tras los pasos de la voz que había ordenado matarla.  Lucía se invocó a Dios mientras que las lágrimas mojaban la piel blanca y suave del  rostro. El recuerdo de su  padre venía a la memoria y el beso de su madre que no alcanzó la mejilla, rozó la frente de Lucía. Un silencio sordo colmó la habitación y la ilusión pasó a ser una   luz de  alma inocente, que ahora vaga sin poder descansar.

Confundida no sé sabe con quién. Una familia fue marcada por la dictadura militar que regía en Argentina por aquel entonces. Hoy con un por qué atragantado y la foto de Lucía pegada al pecho, una madre llora en cada concentración de las madres de la Plaza de Mayo…
                                                        
   Graciela Giráldez  –  agosto de 2010.
   Publicada en la revista brotes germinal nº 16













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